Hay días en que resulta difícil abrir los ojos...

 

 Hay días en que resulta difícil abrir los ojos y mirar de frente al mundo, ocasiones en las que la energía básica que nos sostiene en el día a día decae incluso en los más optimistas. A veces, simplemente tomar conciencia de las crisis globales que enfrentamos (desde el calentamiento global a las crisis migratorias, desde la emergencia de líderes meramente mediáticos hasta el hambre que acecha a millones de niños, desde la despoblación del medio rural hasta una desigualdad económica sin precedentes a nivel global), puede hacernos empatizar profundamente con Mafalda cuando pide que “paren el mundo que me quiero bajar”.

La desesperanza puede surgir de muchas fuentes, desde el simple cansancio hasta el desgaste por empatía al estar expuestos al sufrimiento de forma cotidiana. Cuando estamos desesperanzados, a nivel personal sentimos que no podemos dar más de nosotros mismos (agotamiento), a nivel social nos comienza a invadir un cierto cinismo defensivo desde el cual nos desconectamos de los otros y perdemos interés en ellos, y a nivel existencial tenemos la sensación de que nuestras acciones en el mundo carecen de sentido y que no tienen ninguna relevancia o impacto (baja satisfacción existencial).

Sin embargo, por duras que puedan ser las realidades externas que enfrentamos, la desesperanza no es sólo la evaluación sobre el estado del mundo, por deprimente que pueda ser, sino que surge de nuestra manera de comprender los problemas y nuestro lugar frente a ellos. La esperanza, desde mi punto de vista, no sería un estado psicológico en respuesta a la expectativa de que las cosas van a salir bien. La esperanza es una cuestión de principios y una manera de vivir. La esperanza surge cuando conectamos nuestra propia vida con lo que uno comprende como verdadero y valioso, y desde esa conexión surge una fortaleza que permite enfrentar las mayores dificultades.

En el proceso de recuperación de la esperanza podemos prestar atención a dos aspectos desde los que observar nuestra propia vida.

Por un lado, atender nuestras propias necesidades fundamentales.  Si observamos en nuestra propia experiencia, nos daremos cuenta que muchas veces nos seguimos empujando pese a nuestro agotamiento, y desgraciadamente podemos pasar tiempo sin prestar atención a nuestras necesidades. A veces la desesperanza es simplemente la falta de nutrientes físicos, intelectuales, sociales, emocionales o espirituales. Es necesario empezar por atender nuestras necesidades.

Y por otro, conectar nuestras acciones cotidianas con nuestros valores fundamentales. Hay un punto central en cómo entiendo la esperanza a la que me estoy refiriendo: La esperanza no está dentro de la mente ni tampoco está fuera…la esperanza se manifiesta en el mundo relacional en el que participo, en co-crear a través de lo que hago y cómo lo hago. Cuando alineamos nuestras acciones cotidianas con la visión del mundo que queremos ayudar a construir (con nuestra familia, trabajo, amistades, salud, diversión…) nos conectamos con nuestros valores fundamentales. Los valores no son algo impuesto desde afuera por una religión, sino que son tu respuesta a esta pregunta: ¿Qué es lo que realmente me importa en la vida?

Esta es una pregunta básica y fundamental, y sin embargo, qué pocas veces nos la hacemos… La consecuencia de esto es que a menudo nuestras actividades diarias no están conectadas con lo que realmente nos importa en la vida. Para sostener la esperanza, sobre todo en tiempos oscuros, es indispensable encarnar nuestros valores en acciones concretas cotidianas y, de esta manera, nutrir una esperanza basada en la evidencia que genera nuestra acción.

 

 

 

 

 

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